miércoles, 19 de noviembre de 2014

Las tierras de Batiste

Aquello eran tierras: siempre verdes, con las entrañas incansables, engendrando una cosecha tras otra; circulando el agua roja a todas horas como vivificante sangre por las innumerables acequias y regadoras que surcaban su superficcie como complicada red de venas y arterias; fecundas hasta alimentar familias enteras con cuadros que, por lo pequeños, parecían pañuelos de follaje. Los campos secos de allá de Sagunto recordábalos como un infierno de sed, del que afortunadamente se había librado.
Ahora sí que estaba en buen camino. ¡A trabajar! Los campos estaban perdidos; habia allí mucho que rascar; pero ¡cuando se tiene buena voluntad!... Y desperezándose, aquel hombretón recio, musculoso, de espaldas de gigante, redonda cabeza trasquilada y rostro bondadoso sosteniendo por grueso cuello de fraile, extendía sus poderosos brazos, habituados a levantar en vilo los sacos de harina y los pesados pellejos de la carretería.
Tan preocupado estaba de sus tierras, que apenas si se fijó en la curiosidad de los vecinos.

BÁÑEZ, Blasco (1898): La barraca. Alianza Editorial, Biblioteca Blasco Ibáñez: Madrid. Paginas 48-49.

Pepeta y Rosario

Prostituta de la época
Taringa
Pepeta estaba cerca del barrio de Pescadores.
También allí encontraba despacho, y la pobre labradora penetró valerosamente en los sucios callejones, que parecían muertos a aquella hora. Siempre, al entrar, sentía cierto desasosiego, una repugnancia instintiva de estomago delicado; pero su espíritu de la mujer honrada y enferma sabía sobreponerse, y continuaba adelante con cierta altivez satisfecha, con el orgullo de la hembra casta, consolándose al ver que ella, débil y agobiada por la miseria, aún era superior a otras.
De las cerradas y silenciosas casa solía el hábito de la crápula barata, ruidosa y sin disfraz: un olor de carne adobada y putrefacta, de vino y de sudor; y por las rendijas de las puertas parecía escapar la respiración entrecortada y brutal del sueño aplastante después de una noche de caricias de fiera y caprichos amorosos de borracho.
Pepeta oyó que la llamaban. En la puerta de una escalerilla le hacía señas una buena moza, despechugada, fea, sin otro encanto que el de una juventud próxima a desaparecer; los ojos húmedos, el moño torcido, y en las mejillas manchada del colorete de la noche anterior: una caricatura, un clown del vicio.
La labradora apretando los labios con un mohín de orgullo y desdén para que las distancias quedasen bien marcadas, comenzó a ordeñar las ubres de la Rocha dentro del jarro que le presentaba a la moza. Ésta no quitaba la vista de la labradora.
-Pepeta...- dijo con acento indeciso, como si no tuviera la certeza de que era ella misma. Pepeta levantó la cabeza; por primera vez se fijó sus ojos en la mujerzuela, y también pareció dudar.
-Rosario...¿eres tú?

BÁÑEZ, Blasco (1898): La barraca. Alianza Editorial, Biblioteca Blasco Ibáñez: Madrid. Paginas 12-13.

viernes, 4 de julio de 2014

Los palacetes valencianos

Palacio de Ripalda (1889-1967), fotografía de 1927
La Valencia desaparecida

Pepeta, insensible a aquel despertar, que presenciaba todos los días, continuaba la marcha, cada vez con más prisa, el estómago vacío, las piernas doloridas y con las pobres ropas interiores impregnadas de un sudor de debilidad propio de su sangre blanca y delgada, que a lo mejor escapábase durante semanas enteras, contraviniendo las reglas de la naturaleza.
La avalancha de gente laboriosa que entraban Valencia llenaba los puentes, Pepeta pasó por entre los obreros de los arrabales que llegaban con el saquito del almuerzo al cuello, se detuvo en el fielato de Consumos para tomar su resguardos   -unas cuantas monedas que todos los días le llegaban al alma-, y se metió por las desiertas calles que animaba al cencerro de la Rócha con monótona melodía bucólica, haciendo soñar a los adormecidos burgueses con verdes prados y escenas idílicas de pastores.
Pepeta tenía sus parroquianos en toda la ciudad. Era su marcha una enrevesada peregrinación por las calles, deteniéndose ante las cerras puertas; un aldabonazo aquí, tres y repique más allá, y siempre, a continuación, el grito estridente yagudo que parecía imposible saliera de su pobre y raso pecho: <<¡La llet!>>. Y jarro en mano bajaba la criada desgreñada, en chancleta y con los ojos hinchados, a recibir la leche, o la vieja portera todavía con la mantilla que se puso para ir a misa.
A las ocho quedaban servidos todos los parroquianos.

BÁÑEZ, Blasco (1898): La barraca. Alianza Editorial, Biblioteca Blasco Ibáñez: Madrid. Paginas 11-12.
1900. Entrada a Valencia desde la calle Sagunto.
Valencia historia grafica
Las puertas de Valencia en la actualidad
La ciudad valenciana. Picasa.


                                                       

miércoles, 2 de julio de 2014

El día a día de Pepeta, la hija de la huerta.

1888. Escena cotidiana y bulliciosa en 
la Plaza del Mercado (Valencia).
Los que compran las verduras al por mayor para revenderlas conocían bien a aquella mujercita que antes del amanecer estaba ya en el Mercado de Valencia, sentada en sus cestos, tirando bajo el delgado y raído mantón, mirando con envidia, de la que no se daba cuenta, a los que bebían una taza de café para combatir el fresco de la mañana, esperando con paciencia de bestia sumisa que le diesen por las verduras el dinero que se había fijado en sus complicados cálculos para mantener a Tòni y llevar la casa adelante.
Después de la venta, otra vez hacia la barraca, corriendo apresurada para salvar una hora de camino.
Entraba de nuevo en funciones para desarrollar una segunda industria: tras las verduras, la leche. Y tirando del ronzal de la rubia vaca, que llevaba pegado al rabo como amoroso satélite el juguetón ternerillo, volvía a la ciudad con la varita bajo el brazo y la medida de estaño para servir a los parroquianos.
La Ròcha, que así llamaban a la vaca por sus rubios pelos, mugía dulcemente, estremeciéndose bajo la gualdrapa de arpillera, herida por el fresco de la mañana, volviendo sus ojos húmedos hacia la barraca que se quedaba atrás con su establo negro, de ambiente pesado, en cuya olorosa paja pensaba con la voluptuosidad del sueño no satisfecho.
Pepeta la arreaba con la vara: se hacía tarde, se quejarían los parroquianos. Y la vaca y el ternerillo trotaban por el centro del camino de Alboraya, hondo, fangoso, surcado de profundas carrileras.
Por los altos ribazos, con un abrazo en la cesta y el otro balanceante, pasaban los interminables cordones de cigarreras e hilanderas de seda, toda la virginidad de la huerta que iba a las fábricas, dejando con el revoloteo de sus faldas una estela de castidad ruda y áspera.
Esparcíase por los campos la bendición de Dios.
Tras los árboles y casas que cerraban el horizonte asomaba el sol como enorme oblea roja, lanzando horizontales agujas de oro que obligan a cubrirse los ojos. Las montañas del fondo y las torres de la ciudad tomaban un tinte sonrosado; las nubecillas que bogaban por el cielo colorábanse como madejas de seda carmesí; las acequias y los charcos del camino parecían poblarse de peces de fuego; sonaba en el interior de las barracas el arrastre de la escoba, el chocar de la loza, todos los ruidos de la limpieza matinal; las mujeres agachábanse en los ribazos, teniendo al lado el cesto de la topa por lavar; saltaban en las sendas los pardos conejos con su sonrisa marrullera, enseñando, al huir, las rosadas posaderas partidas por el rabo de buey y sobre los montones de rubio estiércol, el gallo, rodeado de sus mansas odaliscas, lanzaba un grito de sultán irritado, con el ojo ardiente y rojo de rabia.

IBÁÑEZ, Blasco (1898): La barraca. Alianza Editorial, Biblioteca Blasco Ibáñez: Madrid. Paginas 10-11.

martes, 1 de julio de 2014

Tòni y Pepeta


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Campesinos valencianos (entre S.XVIM - S.XVII).
Facilitado por Denia Moderna
En la barraca de Tòni, conocido en todo el contorno por Pimentó, acababa de entrar su mujer, Pepeta, una animosa criatura de carne blancuzca y flácida en plena juventud, minada por la anemia, y que era sin embargo la hembra mas trabajadora de toda la huerta.
Al amanecer estaba ya de vuelta del Mercado. Levantábase a las tres, cargaba con los cestones de verduras cogidas por Tòni en la noche anterior entre reniegos y votos con una pícara vida en la que tanto se trabaja, y a tientas por los senderos, guiándose en la oscuridad como buena hija de la huerta, marchaba a Valencia, mientras su marido, aquel buen mozo que tan caro le constaba, seguía roncando en el caliente estudi, bien arrebujado en las mantas del camón matrimonial.

IBÁÑEZ, Blasco (1898): La barraca. Alianza Editorial, Biblioteca Blasco Ibáñez: Madrid. Paginas 9-10.

domingo, 29 de junio de 2014

El despertar de sus gentes

Foto de El cabanyal valenciano en 1900. 
La vida, que con la luz inundaba la vega, penetraba en el interior de las barracas y alquerías.
Chirriaban las puertas al abrirse, veíanse bajo los emparrados figuras blancas se desperezaban con las manos tras el cogote mirando el iluminado horizonte; quedaban de par en par los establos, vomitando hacia la ciudad las vacas de leche, los rebaños de cabras, los caballejos de los estercoleros; tras las cortinas de árboles enanos que cubrían los caminos vibraban cencerros y campanillas, y entre el alegre cascabeleo sonaba el enérgico <<¡arre, aca!>> animando a las bestias reacias. 
En las puertas de las barracas saludábanse los que iban hacia la ciudad y los que se quedaban a trabajar los campos.
-¡Bòn día mos done Deu!
-¡Bòn día!
Y tras este saludo, cambiando con toda la gravedad de gente campesina que lleva sus venas sangre moruna y sólo puede hablar de Dios con gente solemne, se hacía el silencio si el que pasaba era un desconocido, y si era íntimo, se le encargaba la compra en Valencia de pequeños objetos para mujer o para casa.
Ya era de día completamente.
El espacio de había limpiado de las tenues neblinas, transpiración nocturna de los húmedos campos y las rumorosas acequias; iba a salir el sol; en los rojizos surcos saltaban las alondras con la alegría de vivir un día más, y los traviesos gorriones, posándose en las ventanas todavía cerradas, picoteaban las maderas, diciendo a los de adentro con su chillido de vagabundos acostumbrados a vivir de gorra: <<¡Arriba, perezosos! ¡A trabajar la tierra, para que comamos nosotros!...>>.

IBÁÑEZ, Blasco (1898): La barraca. Alianza Editorial, Biblioteca Blasco Ibáñez: Madrid. Paginas 8-9.

jueves, 26 de junio de 2014

El amanecer en la vega

Mundo agrícola. Picasa
Desperazábase la inmensa vega bajo el resplandor azulado del amanecer, ancha faja de luz que asomaba por la parte del mar.
Los últimos ruiseñores, cansados de animar con sus trinos aquella noche de otoño que por lo tibio de su ambiente parecía de primavera, lanzaban el gorjeo final como si les hiriera la del alba con sus reflejos de acero. De las techumbres de paja de las barracas salían las bandadas de gorriones como tropel de pilluelos perseguidos, y las copas de los árboles estremecíanse con los primeros jugueteos de aquellos granujas del espacio, que todo lo alborotaban con el roce de su blusa de plumas.
Apagábanse lentamente los rumores que poblaba la noche: el borboteo de las acequias, el murmullo de los cañaverales, los ladridos de los mastines vigilantes.
Despertaba la huerta, y sus bostezos eran cada vez más ruidosos. Rondaba el canto del gallo de barraca en barraca; los campanarios de los pueblecitos devolvían con ruidosas badajas el toque de misa primera que sonaba a lo lejos, en las torres de Valencia, azules, esfumadas por la distancia, y de los corrales salia un  discordante concierto animal: relinchos de caballos, mugidos de mansas vacas, cloquear de gallinas, balidos de corderos, ronquidos de cerdos; el despertar ruidoso de las bestias, que , al sentir la fresca caricia del amanecer cargada de acre perfume de vegetación, deseaban correr por los campos.
El espacio se empapaba de luz; disolvíanse las sombras como tragadas por los abiertos surcos y las masas de follaje, y en la indecisa neblina del amanecer iban fijando sus contornos húmedos y brillantes las filas de moreras y frutales, las ondulantes lineas de cañas, los grandes cuadros de hortalizas, semejantes a enormes pañuelos verdes, y la tierra roja cuidadosamente labrada.
En los caminos marcábase filas de puntos negros y móvibles como rosarios de hormigas, que marchaban hacia la ciudad. Por todos los extremos de la vega asomaban chirridos de ruedas, canciones perezosas interrumpidas por el grito arreando las bestias, y de vez en cuando, como sonoro trompetazo de amanecer, rasgaba el espacio un pesado trabajo que caía sobre él apenas nacido el día.
En las acequias conmovíase la tersa lamina de cristal rojizo con sonoros chapuzones que hacían callar a las ranas y ruidoso batir de alas, y como galeras de marfil avanzaban los ánades, moviendo cual fantásticas proas sus cuellos de serpiente.

IBÁÑEZ, Blasco (1898): La barraca. Alianza Editorial, Biblioteca Blasco Ibáñez: Madrid. Paginas 7-8.